Capítulos 8 y 9

CAPITULO 8



Aún saboreo aquel exótico sabor a fresa que dejó en mis labios, aún cuando acelero mi pestañeo sin el mínimo detonante mis sentidos comienzan a explorar mi residuo mental y así, de repente, viene a mí la imagen de aquel tapete antiguo, ya descolorido y sin gracia que tanto cuidaba de los extraños que solían visitarlo.

Esa mezcla incipiente de desorden y prolijidad, la atmósfera de colores fríos se apoderaba de los rincones de aquel cuarto abandonado y expectante, ansioso de ser protagonista vaya a saber de qué historia, de qué momento, de qué circunstancia de este cálido anochecer.

Sin embargo todo parecía haber sido detenido por el implacable retador del tiempo. Ese aroma a hogar del que tanto llenó los pasillos, del que tanto supo alardear entre conocidos y desconocidos parecía lentamente aparecer y esfumarse de mi vigorosa memoria. Por un momento olvidaba cada detalle, parecían olas que iban y venían, no obstante aquel ansiado desenlace era algo que retornaba a mi casi accidentalmente. Tu punto final es algo que jamás se borrara de mi mente, de mi sangre, de mi cuerpo, es algo que paradójicamente saboreare hasta mi partida.

Es que si pudieras ponerte en mi lugar todo sería más fácil. Por segundos ya no te escuchaba, sólo miraba, con el más exquisito de los placeres, como entre prosa y prosa de aquel carente discurso de letrado viejo y abatido por las derrotas de la profesión, disfrutabas ingenuamente de mi obra culinaria. Cada ir y venir de ese tenedor de plata de familia burguesa con el que te había esperado por años, no era sino la concreción más esperada, más diagramada en los bancos de la plaza de un par de cuadras. Todo concluía en el gozo absoluto de mi alma, en la paz que buscamos ella y yo por años.

Pensar que todo podría haber sido tan distinto, este instante podría haber sido otro si no hubieras decidido hacer lo que le hiciste. Solo busco que estés en paz, que encuentres tu calma. Luego de una vida con tantos golpes dados y recibidos, simplemente intento que tengas un digno comienzo, vos me enseñaste que todo hombre lo merece.

Veo en tus ojos cada una de sus lágrimas, cada noche en vela esperando por tus cumplidos, veo esa angustia que deambulaba somnolienta por el zaguán sin hallar clemencia. Me estoy viendo como si hubiese sido ayer, esa espera, la esperanza en promesas de un futuro lleno luego de tantas faltas, un joven ilusionado en una nueva posibilidad, nuevas oportunidades que solo formaron parte de un discurso tendencioso e interesado que la lluvia se llevó.

El bullicio de la ciudad parece irse esfumando como si consecuentemente la velada por la que tanto había trabajado desde hacía días fuese llegando a su punto final. Esta distancia que separa nuestros lugares en esta gran mesa parece acrecentarse, el silencio ya instalado parece llamarte a la gran reflexión, a ese último pensamiento por el que había esperado. Tu mano grande, firme y llena del peso de tus años, parece querer calmar todo lo que azota tu pecho, tus ojos grandes y brillantes se resisten al desenlace, sin embargo tu voz titubeante parecía saber hacia dónde nos conducíamos. Tu clamor se iba apagando lentamente, despacio, sigiloso, como una brisa suave de otoño. Este marco, todo quedaba en el lugar que debía quedar, otra vez, o una vez más podría decirse que la luna llena enmarcaba la escena teatral de esta gran obra. “Cierra tus ojos despacio, muy despacio que cada suspiro acrecienta mi placer, así no, mirándome, despacio que estoy más vivo que nunca”

Me dejaste solo en la sala como el mal anfitrión que siempre fuiste, en ese mismo instante el nostálgico silencio se apodero de cada rincón. Bajo aquella fría noche de Abril, luego de la gran ceremonia, solo el andar sigiloso y veloz de una pequeña rata de alcantarilla pudo ser percibido hasta que la llave entró repentinamente a la aldaba.






CAPITULO 9 - EL ERMITAÑO


Tres días pasaron desde la discusión con el comisario. Morales se encontraba solo en su casa. Por el caso del Tatuador de Sangre, su mujer se había marchado y le dijo que no regresaría ni vería a su hijo hasta que todo volviese a la normalidad, no podía soportar que priorizara más su trabajo que la familia. Sin embargo, lejos de llorar el detective pasó los últimos días encerrado, tratando de resolver el caso aunque el comisario enojado lo haya obligado a que se tome dos semanas de descanso.

Sentía como si sus huesos fueran los de un anciano, se levantaba muy temprano y, tratando de obtener respuestas, releía libros que alguna vez había estudiado sobre perfiles psicológicos de asesinos, analizaba declaraciones que su ayudante Smith le acercó sin que el comisario supiese, y miraba documentales que le hicieran volar su imaginación y así tratar de iluminar el caso. Además dedicaba mucho tiempo a investigar por internet mientras tomaba vino blanco, conducta que se repetía a cualquier hora del día.

Su ánimo no era de los mejores, el primer día estuvo furioso por la decisión del comisario pero conforme pasaba el tiempo entendía la postura de su jefe. Lo que había generado la discusión fue lo ocurrido aquel mediodía en el que Mario, el carnicero, en la comisaría había contado que lo seguían. Morales tenía la convicción de que el hombre sería la próxima víctima y por eso movilizó a los agentes que se encontraban en la dependencia policial para ir en busca del asesino. Al divisar al sospechoso cerca de la parrilla donde almorzaba Mario, rodearon el auto y éste tuvo que bajar. Se trataba de Julio La Torre, un detective privado, y solo bastó una llamada a Susana, la esposa del carnicero para confirmar que había sido contratado por ella para vigilar a su marido y saber si le era infiel como suponía, ya que no había regresado más al campo.

Al volver a la comisaría y contar todo lo ocurrido al comisario, que estaba cansado del acoso de los medios para saber más sobre el Tatuador, se generó una fuerte discusión. Él argumentaba que Morales siguió su corazonada y actúo de forma rápida, imprudente, sin pensar ni analizar la situación. Tampoco quería que esa falsa alarma tome estado público y afectara su intachable reputación.

Ahora el detective estaba en su casa agotado, mal alimentado y ebrio. Sus 19 años de experiencia no le eran de gran ayuda en este caso, seguía pensando que el asesino elegiría como próxima presa a una persona obesa. Justo cuando leyó en el buscador de internet información sobre las balanzas que serviría para cambiar su teoría recibió un llamado preocupante de Smith, que siempre se comunicaba para saber cómo estaba en sus “vacaciones”. Su ayudante contó brevemente las nuevas y malas novedades que hicieron que Morales olvidara su borrachera: había una nueva escena del crimen y esta vez dos víctimas. 





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